domingo, 21 de septiembre de 2008

Nausícaa

por María Cecilia Tijero

Se despertó de repente. Su respiración entrecortada se hacía notar ante el silencio de la noche. Suavemente, Nausícaa bebió agua y volvió a acomodarse entre las telas de su lecho. Esta vez, la luz de plata que ingresaba desde su ventana parecía acompañar sus sueños. Dulces y tranquilos sueños, dignos de una princesa.
Pronto, Nausícaa recibió los primeros rayos de sol sobre su rostro. No recordaba los avatares padecidos pero algo le decía que debía hacerlo. Decidida, corrió hacía la alcoba de sus padres. No le costó conseguir el permiso que deseaba. Se despidió apresuradamente y se marchó con una sonrisa guardada en el corazón.
El viaje no duró mucho. El paisaje y las voces de las criadas armonizaban el sinuoso camino. El río, a lo lejos, parecía respirar. Invitaba a soñar, a reír, a jugar… Casi con desesperación las sirvientas hicieron su trabajo para descansar. Mientras, Nausícaa caminaba y sentía el alma viva del lugar. De pronto, se oyeron gritos. Más gritos. El eco sobresaltó a la joven princesa. Su respiración se volvió entrecortada como la noche anterior. No sabía bien por qué pero guió su mirada hacia el lugar. Una atlética figura deslumbró su espíritu. ¿Quién era? ¿Qué hacía allí sin ropas? Inmóvil, vio como se acercaba. Su rostro apacible, la cobijó. Su voz, la sedujo. Su sonrisa, la enamoró. Parecía obra de Afrodita. Sin embargo, Nausícaa nunca supo que aquella noche fue Palas Atenea la que ingresó en sus sueños. Nunca sospechó de ella ni siquiera cuando vio partir a Ulises. Ni siquiera cuando su alma se desbordó de angustia al recordar a una tal Penélope.

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